“Nada en la Naturaleza vive para sí mismo. Los ríos no beben su propia agua. Los árboles no comen su propia fruta. El Sol no brilla para sí mismo. La fragancia de una flor no se esparce para sí misma. Vivir para los demás es la Regla de la Naturaleza”.
Hoy en la meditación lo decíamos tímidamente. Debemos descubrir la apertura hacia el otro, el trabajo grupal, la acción conjunta. Estábamos acostumbrados a reunirnos por obligación, a veces social, a veces económica. Pero reunirte por un valor diferente requiere de mucha fortaleza.
Siempre habíamos teorizado sobre la espiritualidad. Incluso hemos sofisticado las creencias añadiendo complejas jerarquías, poderosos argumentos a favor de la magia blanca, increíbles técnicas de meditación para lograr el punto de quietud y con ello la puerta a otras dimensiones. Pero en esa compleja intelectualidad habíamos olvidado la poderosa llama del acercamiento al otro, el poderoso flujo del abrazo sentido, la experiencia de levantarte, compartir una breve meditación grupal y empezar a trabajar para los demás y no para uno mismo de la forma más humilde y sincera. Amar al semejante es mirar de frente a Dios, como dice la canción de los Miserables.
Realmente habíamos olvidado que nada en la naturaleza vive para sí mismo, y que nosotros debíamos respetar esa gran regla. Por eso cuando abrazamos al otro, cuando trabajamos para el otro, cuando despejamos las dudas sobre la verdadera espiritualidad en ese sincero silencio que ofrece el compartir y la generosidad, comprendemos de repente la gran obra. Cuando suspiramos en la llama del hogar común obviando que lo importante no es qué comeremos mañana o qué vestiremos sino de qué forma podré alegrar el corazón ajeno, entonces ocurre el milagro.
Meditar y estudiar son necesarios, pero de nada sirve si no somos capaces de abrir los pétalos celestes de nuestro corazón para compartir con el otro la experiencia vital. Estamos comprendiendo que si no creemos firmemente en que nada nos pertenece, sino que todo es para ellos y en su gloria, como decía una y otra vez la caballería espiritual, todo ese recorrido es estéril. Por eso debemos apartarnos a las orillas de la humildad, agacharnos y arrodillarnos como el último entre los últimos y limpiar y aliviar los pies del otro. Por eso debemos convertirnos en servidores de la vida una apagando nuestro interés para dar vida a la promesa del otro. Dejar de ser capitanes y líderes de nuestros egoísmos para convertirnos en obreros, en sencillos y silenciosos constructores del nuevo mundo.
El sol irradia, la flor comparte su perfume, el árbol da fruto, los ríos no beben su propia agua y ninguno de ellos pide reconocimiento o gloria. Ahí están ofreciendo lo mejor de sí mismos para enriquecer la vida común. Vivir para los demás debería ser nuestra meta, nuestro camino, nuestro sendero. Vivir para los demás debería ser nuestro mayor tesoro labrado en la roca de la enseñanza más profunda. Sólo abrazando al otro, sólo atesorando riquezas en lo sutil podremos comprender la esencia que nos hace inmortales. Sólo arrodillándonos ante la evidencia de aquellos que ya lo hacen podremos imitar sus pasos. La flor, el río, el sol, el árbol.
Abrazar la unidad y empezar a practicar los caminos del amor en acción es sin duda el mayor milagro que la naturaleza ha puesto ante nosotros. Ser conscientes de ello y ponerlo en práctica es la mayor revolución que jamás la raza humana haya podido hacer. Comprenderlo y practicarlo debería ser nuestra mayor revelación espiritual, y por lo tanto, la mayor grandeza de nuestras vidas.
(Foto: realizada por Hadar Bashari. Las bellas Zion y Natalie compartiendo un momento único en la cocina de O Couso).
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